20.6.13

Nido

El hombre que camina de derecha a izquierda no es particularmente alto o bajo, no ata sus agujetas de manera distinta a los demás, no bebe café con demasiada o muy poca azúcar, o siquiera tiene un gesto que podríamos llamar distinto. Pero hoy todo cambiará porque algo, en algún lugar, ha salido muy mal, y a pesar de la distancia, los efectos viajan en el tiempo y en el espacio. Ahora, algo malo no engendra algo necesariamente malo. Se puede creer que caos provoca más caos, pero la historia que trataré de retratar es prueba de que la fortuna de algunos proviene del sinsabor de otros. Todo desemboca en una pequeña cabaña a la orilla de un lago. Cabe aclarar que este lugar estaba lejos de ser la campiña a la que muchos desearían viajar en algún momento del año. Era más bien un lugar húmedo y frío, de pastos agrestes y de un verde poco agradable, de fauna escasa y trinares sombríos, perfecto para perderse y no para encontrarse. La razón por la que tal hombre se largó hasta allá nos atañe muy poco en este momento de la historia, mas vale comentar que se marchó allí por gusto, y no por la desagradable consecuencia de un "c'est la vie". Sí, el dolor que le atañía tenía un origen demasiado reciente; y sí, el insomnio le daba bastante tiempo para recordar todos esos malos ratos que había pasado en aquel mal trabajo de tanto tiempo; pero, la conciencia de la que hizo gala cuando tomó la decisión de marcharse a lo más antiveraniego del mundo es altamente sorprendente. No me iré por dolor, se dijo varias mañanas después de su resolución, sino por la consecuencia de tal. Y así se marchó la tarde de un diecinueve de marzo, con pocas cosas de las que se podrían llamar necesarias y muchas de las innecesarias en un baúl de viaje, y sin mirar atrás en ningún aspecto. Cierto es que lo que acabo de escribir suena dramático, pero él llevaba una sonrisa en el rostro cuando se marchó, y puedo decir que la tristeza era algo muy distante para él, al menos en aquel punto. Le tomó una semana y días llegar al lugar, primero en tren y después en autobús, tiempo en el se obcecó en leer a Joyce y a Vonnegut, y en escuchar múltiples conciertos para cuarteto de cuerdas. La cabaña en la que se instaló fue hasta cierto punto un error poco grato aunque harto necesario para que la historia se desenvolviese como acabó haciéndolo ya que si nuestro hombre hubiese aterrizado en la casa de su primo, los pájaros que harán acto de presencia un poco más tarde no habrían encontrado hogar. El caso es que al llegar a la casa del número cuarenta y dos y al estar a punto de tocar la puerta encontró una nota: "Querido Sergei, he partido a lugares donde presiento nadie será capaz de encontrarme (o de siquiera buscarme). He vendido la casa ya que no debe haber atadura de tipo alguno. De verdad lamento no haberlo mencionado en la carta en la que daba respuesta al anuncio de tu próxima visita. Por cierto, los nuevos inquilinos son católicos un poco cortos de paciencia y demasiado timoratos, así que me ahorraría la necedad de tocar a la puerta para investigar si esto es una broma. Besos, Mitia". No sabiendo qué hacer, decidió buscar cierto tipo de consuelo en el local próximo a la casa, aunque no es demasiado factible encontrarlo en una tienda de artículos para pesca. Aclaremos que años antes aquello era un pequeño café de escasas cinco mesas, atendido por una tal Ms. McShane quien alguna vez estuvo a punto del casorio si no se hubiesen entrometido una serie de olas que no tenían nada mejor que hacer que tumbar del barco al prometido de aquella mientras él pescaba cangrejo en las costas de Alaska. El café disfrutaba de moderado éxito ya que en aquel pueblo reinaba la tradición por sobre lo demás, y la gente no tenía empacho en abrazar y apretar algo hasta secarlo; y eso es lo que ocurrió con la dependiente del lugar después de cincuenta años de estar detrás de aquel mostrador. Obviamente, el objeto tangencial de nuestro relato no lo sabía. Él estaba tan absorto en sus pensamientos que no notó el olor a pescado muerto hasta que las lombrices en la barra del lugar le guiñaron al recuerdo de aquel nauseabundo viaje de pesca a los cinco años. Naturalmente preguntó por el café y su dueña, por el menú del día, y acerca de la extraña aparición de las lombrices en lugar de una charola con madalenas, a lo cual el hombrecillo de bigote de cepillo respondió, "Cerrado, muerta, extinto, están de oferta". Trató de apresurarse a salir, mas en la pequeña pizarra a la puerta del lugar vio un anuncio de "Se renta a cambio de un salario de cien euros al mes. Vista panorámica y alimentos incluidos". Se preguntó en voz alta si no sería un error de impresión anunciar que se pagaba por rentar algo, a lo que el hombrecillo contestó que quien hacía tal oferta seguramente estaba hasta el copete de tal lugar ya que nadie parecía tener el suficiente mal humor para habitarlo y además pagar por ello, y que entonces pagar para que lo habitasen y de paso cuidasen no era realmente descabellado. Nuestro personaje inquirió quién era el poco descabellado de la oferta, a lo que el hombre respondió, "Yo". Esa misma tarde se mudó a la ominosa cabaña, la cual contaba con abundante luz natural ya que tenía ventanas por doquier, lo cual según el hombrecillo con bigote de cepillo ahuyentaba a los posibles inquilinos ya que el frío y el viento y la lluvia de los últimos meses del año no eran lo suficientemente atractivos para que alguien se quedase. En la cabaña habían muebles hechos exactamente de la misma madera que la cabaña, descuidados pero funcionales. El punto de aquel viaje y aquella estadía era desfasarse y desentenderse de todo, así que qué diablos importaba si la silla en la cabecera de la mesa del comedor se tronaba y lo dejaba en el piso con un golpe en el codo izquierdo. Días y días y días y más días y aún más días pasaron hasta que el otoño llegó. El veintitrés de septiembre el viento ya soplaba recio, azotando las ventanas con un clap clap hipnotizante, de aquel que te tumba en la cama y provoca que cierres los ojos sin dejarte dormir del todo. Aquel al que su primo por una extraña razón llamaba Sergei se asomó la mañana del veinticuatro de octubre, después de una noche de violenta lluvia para ver lo que sea que se ve en una mañana como aquella. Un par de árboles estaban desquebrajados sobre el piso, y debajo de uno de ellos había una pequeña ave de color negro y gris, la cual sobra decir tenía un ala hecha trizas. El hombre se acercó cautelosamente, tomó al ave que muy a regañadientes se dejó tomar, y cayó en que había un pequeño nido con tres huevos verdes moteados, los cuales tomó como pudo y regresó a la cabaña. Ahora, una amarga desavenencia que ayudó a su partida y que me da la gana mencionar es tan sencilla como esta: su padre y madre le informaron que su padre y madre reales habían perecido en un accidente ferroviario en el norte de su país de origen, estando él al cuidado de una abuela que al escuchar las noticias perdió la cordura y acabó en uno de esos chalets llenos de piyamas blancas y paredes acojinadas. Su "padre y madre" no eran en realidad nada más que un par de tíos lejanos que por la mala costumbre de discernir y decidir de la mano de la lástima lo acogieron como el último de una larga fila de hijos. También le comentaron que los malos tratos de los que fue presa no eran nada más que la ineludible consecuencia de no ser sangre de su sangre, y que de verdad se disculpaban por las inconveniencias de veinte años de una crianza pobre, pero que "¿Qué se le va a hacer?" Se sintió agraciado hasta cierto punto de no ser parte natural de esa familia de mulas, pero el peso de recordar tanta mala leche hace mella cualquier día de la semana, además de que ahora saber que se la pudo haber ahorrado si le hubiesen informado antes le hacía bufar de coraje. Se puso a cuestionar todo lo que creía haber vivido y aprendido hasta aquel momento, se olvidó de contestar llamadas y mensajes preguntando por su salud mental, empacó el baúl, y largose lejos. Alguien tal vez se atreva a cuestionar la relevancia de tal confesión como para largarse, mas la simpleza con la que absorbió el golpe y emprendió el viaje tienen de verdad muy poco que ver con el drama vespertino que muchos haríamos ante tal ocurrencia. De acuerdo, este hombre muchas veces consideró a su en aquel entonces familia un hatajo de bastardos, y pocas veces sintió algo remotamente parecido al amor; sin embargo, habría tenido la razón más elemental del mundo para tomar sus cosas y azotarles la puerta en sus narices si hubiese sabido, porque lo pensó muchas, demasiadas veces aunque nunca se atrevió. Volviendo a la época de la cabaña, buscó un lugar cómodo para los huevos, lejos de tanto viento y agua, así que los colocó en la alacena de la cocina, que dicho sea de paso nunca fue usada para algo que no fuera calentar agua para un baño, o una taza de café o te. El hombre visitó el pueblo aquella tarde para investigar si había lo más remotamente parecido a un veterinario que hubiese tratado a cualquier tipo de ave. Resultó que el sobrino de aquella Ms. McShane estaba de visita en el pueblo, y él era un ornitólogo recién llegado de las Caimán después de dos años de investigación allá. El ornitólogo era aficionado a la pesca, y se encontraba con aquel del bigote de cepillo decidiendo sobre la carnada a usar si es que quería atrapar algo más grande que su mano. Aquel de la cabaña entró en la tienda y preguntó al del bigote de cepillo si alguien en el pueblo sabría cómo curar un pollo. El sobrino respondió con aquella no tan descabellada pregunta de cómo prepararía el pollo si lo necesitaba curado, a lo que el de la cabaña contestó que en realidad no había nada que preparar ya que el ave, que no era un pollo, estaba esperando ya a que le curasen. El ornitólogo dijo que si no era un pollo lo que necesitaba curarse, entonces qué era lo que habría que curar, y el del la cabaña replicó que en realidad era un cuervo, pero que sería demasiado raro entrar preguntando por alguien que pudiese curar uno. El del bigote se carcajeó mientras musitaba que quién en este mundo podría atreverse a comer cuervo. El joven McShane acompañó después de haber escuchado el caso al tipo de la cabaña, y en el camino al lugar le preguntó por sus motivos para estar encerrado en aquel país, en aquel pueblo y en aquella cabaña si él venía de un lugar cálido. El extranjero no dijo nada que no fuera que el calor no sería demasiado agradable para él este año, y que las lluvias le sentarían bien, lo que fuera que eso quisiese decir, y que la cabaña le daría tiempo para pensar, aunque en realidad no había mucho que pensar. El sobrino se encogió de hombros y prosiguió la marcha. La madre cuervo no estaba en mal estado, sólo tenía un ala rota, y necesitaba descanso, medicamento y alimento. El hombre de la cabaña pensó que la bola de libros que había traído estaban no muy lejos de terminarse, así que jugar a la mamá y a la mamá no parecía tan mala idea. Días y días y días y más días y aún más días pasaron y algo muy asomado a la reflexión se posó en el rostro de aquel que venía de aquel lugar cálido, y hubo reflexión para rato mientras los huevos moteados se rompían y nacían los polluelos mientras la madre croscitaba y se picaba el ala. Todo era acerca del por qué de aquello o por qué de esto y por qué y por qué y bastantes porqués, aunque todos con objetos en el pasado, ninguno en el futuro porque tal vez lo único que podía vislumbrar en el futuro era la madre cuervo y sus polluelos en otra situación, volando tal vez. Y así fue todo el invierno. Cuando el dieciocho de marzo asomó, el hombrecillo del bigote de cepillo asomó también por la cabaña y dio un telegrama al viajero. Éste lo abrió y descubrió que Mitia, quien en realidad no se llamaba Mitia, había muerto en un accidente marítimo hace unos días, y que aparentemente le había heredado su pequeña casa en Sanremo. Sergei, quien en realidad no se llamaba Sergei, miró en total confusión a la madre cuervo y polluelos porque resultaba que su primo había muerto, pero también resultaba que le parecía alguien tedioso y pretencioso, insufrible y algo soberbio, y también resultaba que la mujer de la que se había enamorado hace algunos marzos vivía en la calle sobre la cual estaba la casa en cuestión. Resultaba también que la madre cuervo estaba casi curada y podía tomar responsabilidad por sus pequeñuelos, y que el joven ornitólogo McShane por alguna extraña coincidencia, las cuales de verdad no existen, como tampoco existe el destino, había quedádose en el pueblo de manera indefinida ya que los corvus cornix habían llamado su atención. Así que aquel que había llegado desde un lugar más cálido buscando que la brisa fría lo arropase habló con McShane y con el hombre del bigote de cepillo acerca de las aves en la cabaña y de la cabaña, mandó pedir se le enviasen todas sus pertenencias en Arenys de Mar a Italia, hizo su maleta y se largó a Sanremo a buscar a la mujer que amaba.

Por cierto, la cabaña fue comprada por el hombre en una irrisoria cantidad que de cualquier manera hizo muy feliz al del bigote de cepillo. Los cuervos nunca se marcharon ni de la cabaña ni de la alacena, e incluso algún día los acompañó un ganso urraco que graznaba sin parar.

Fin

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