30.7.13

Catatonia

Luis ha tenido un día pesado, de largas horas en la oficina, de esas en las que el tiempo parece no sólo detenerse, sino desaparecer y así uno está varado en un limbo en el que las hojas de un reporte no tienen fin, donde los cigarrillos no se apagan, y donde las palabras no dejan de salir de la boca de aquel que se encontraba hablando en aquel instante. Él llega a casa, se tumba frente al televisor y hace un zapping continuo hasta dar con el juego de béisbol de esta noche. El poco interés que le despierta la transmisión lo sume rápidamente en un vórtice de sucesivas memorias en forma de sueños, que van desde el columpio afuera de su casa hasta su cafetería favorita estos días. El último sueño que tiene lo lleva a la casa de su vecino de muchos años. Ahí está la puerta con la pintura descarapelada, la mecedora café que el hijo del vecino le compró a su padre, y el triciclo del nieto con algo de óxido por el desuso. Camina Luis hacia la casa mientras cuenta las hojas de pasto en el jardín. Cruza la puerta hacia la estancia, observa los muebles, los ornamentos y cuadros en las paredes, los retratos en la mesa de la esquina, y todo aparenta ser igual, salvo un detalle: el futón al fondo del cuarto. No recuerda haber escuchado al vecino mencionar la compra, ni siquiera conocía que aquel viejo supiera lo que era un futón. Lo mira con más atención, y descubre que alguien aparentemente dormita en él.
Mientras tanto, Jorge llega a casa después de las obligatorias compras del día, de frutas y verduras para el resto de la semana, de la anti higiénica comida del día, de los bocadillos del perro, y de aquel regalo que quisiese no tener que comprar. La noche va entrando a rastras, como no queriendo porque el día está de malas ya que hizo un calor de los mil infiernos y de seguro le recriminará acerca de la frescura de la noche y como los amantes desnudos la prefieren. Jorge evita cualquier pensamiento acerca de todo, y se acurruca en aquel viejo futón que su amigo Sa Meng le ha traído. Se acuesta hacia la pared, donde encuentra figuras absurdas en el tirol planchado que su hijo colocó a regañadientes ya que sufría con la idea de su hija raspándose los nudillos cada vez que visitara a su abuelo. En el muro encuentra leones de irregulares cabezas, personas con miembros cercenados, constelaciones, manchas inexistentes del test de Rorschach, y un sin fin de cosas que lentamente le acercan al sueño. Comienza a musitar que no quiere dormir porque sabe que hoy tendrá su último sueño, y que quiere despedirse de la mujer que le corta el cabello y darle ese compacto con canciones de amor que nunca se atrevió a darle. Cae dormido profundamente, y poco a poco comienza a visualizar la pared frente a sí.
Luis se acerca al hombre que dormita en el futón y nota el suéter azul a rayas que lleva. Se dice que le recuerda a uno muy parecido que tuvo de chico, a los diez años más o menos, pero con los tonos inversos - las lineas delgadas eran azul argentino, y las anchas azul rey. Continúa acercándose, cauteloso para no perturbar al hombre, pero cuando está a tres pasos algo le impide moverse. Una sensación de pánico le recorre el cuerpo, como aquella que sintió aquella vez que volvía del establo del rancho del abuelo con una cubeta de leche fresca y un toro de lidia que escapó del rancho vecino vino a plantarse en la entrada de la casa para correr desenfrenadamente hacia él antes de que el viejo le metiera un escopetazo. El Luis del sueño, engarrotado de pies a cabeza, piensa en miles de palabras que decir en caso de que el hombre en el futón despertase y se volviese fúrico contra él a reclamarle por el mal gusto de su intromisión.
Jorge ahora simplemente mira consternado las figuras en el tirol planchado. Se dice a sí mismo que no es lo usual, sino pinturas que ha visto recientemente en libros. Ahí están cosas que vio en uno de Vermeer, y ahí también se pueden ver los colores de Basquiat y el dolor de Orozco. Los ojos se le iluminan porque nunca había podido ver tan de cerca todas esas obras. Sonríe ampliamente y le cuesta trabajo respirar porque nunca imagino que las tendría frente a sí, y mucho menos en el mismo lugar. Sus ojos peinan y peinan las pinturas, maravillados ante la curiosa improbabilidad de estar en su casa, y escondidos tras algo tan mundano como el blanco yeso. Trata de tocar las pinturas, mas un suspiro que aparentemente alguien detrás de él suelta lo distrae. Piensa en que tal vez alguien ha notado que guarda las valiosas obras, y que ha venido a robarlas. Siente como el corazón se le contrae, y y como el sudor frío le corre por las sienes. Suspira y murmura que no dejará que se lleven un trozo de su alma, así que del bolsillo del pantalón saca lentamente la barreta que algunas veces lleva ahí y se para del futón de un salto.
Luis lo mira de una forma incrédula y hasta un tanto estúpida. Piensa que era obvio que es el viejo quien yacía en el futón porque quién más llevaría un suerte tan ridículamente azul en un clima como este. Poco a poco gana control de sus extremidades y se mueve hacia el anciano, aunque la torpeza con que lo hace recuerda a aquel monstruo de Frankenstein que tan bien representaba Karloff. Estira la mano derecha tratando de saludar al viejo Jorge, pero sólo atina a agitar su brazo de una forma que maravilla a ambos porque de la tela de su chamarra carmesí caen semillas de ajonjolí a raudales. Luis sonríe y pide que le cuente la historia de aquella vez que Jorge estando totalmente pacheco imitó miles de veces la voz de Heath Ledger haciendo del Guasón y diciendo "Why so serious?", a lo que Jorge le responde que fue Luis quien hizo la voz hasta el cansancio una noche que los vecinos del edificio entero se juntaron en su departamento a beber cerveza, y que alguien repartió churros de mota cuando la bebida se acabó. Luis sonríe ampliamente más y más hasta que siente las comisuras de los labios rasgarse lentamente, mientras Jorge le da palmadas en el hombro y lo invita a sentarse en el futón. Le dice que ha grabado un cd de música para alguien que conoce, pero que su falta de agallas ha evitado que se lo entregue ya que hacerlo sería como entregarse a sí mismo, y que uno debe de ser cuidadoso con esas cosas. Luis asiente con la cabeza sin dejar de sonreír, y como siempre es capaz de inquirir por qué con los ojos, a lo que el anciano le dice que el tiempo que le queda es corto y que sería algo patético confesar amores en una situación como esa. También le cuenta que lamentablemente no tiene el compacto a la mano, mas recuerda bien las canciones y el orden en que las acomodó una noche que los grillos tenían algo mejor que hacer que arrullarlo, y que quiere que Luis las anote en una hoja de papel amarillo por si las dudas, además de unos sonetos que un día escribió en la pared de su cuarto y que decidió borrar porque no había nadie a quien recitárselos. Jorge dicta el nombre de las canciones y el intérprete de cada una, para después de forma parsimoniosa decirle aquellos sonetos rotos, mientras Luis asiente y fervorosamente mueve los labios repitiendo en voz baja las palabras, causando una mueca que le eriza los pelos de la nuca a ambos, quienes tontamente aprietan los ojos porque los saben que la mueca no se irá hasta que Jorge acabe. El tiempo se estira tanto como es necesario porque la lengua del viejo no cesa de moverse, y al final se contrae tanto como es necesario porque este sueño no debe de durar tanto como para que alguno de los dos sospeche que esto es eso y nada más. Jorge se pone de pie camina hacia el pasillo que lleva a la parte trasera de la casa. El pasillo está en llamas, y con cada paso que el viejo da hacia él, la sonrisa del otro disminuye. Brasas comienzan a saltar hacia la estancia, prendiendo mobiliario, fotografías, libros y aparatos, aunque el futón en el que Luis todavía está sentado está indemne. El anciano se detiene a pie del fuego y le pide a su comparsa de tantas charlas que no le olvide. Y mientras este se recuesta a mirar las pinturas que maravillosamente habitan en el tirol planchado, el otro tranquilamente entra en el infierno que es ya el pasillo.
Luis despierta en el sillón de su casa con el juego todavía corriendo en el televisor. Se levanta y va a su escritorio, donde saca un block de hojas amarillas y una pluma color azul y lentamente escribe los nombres de las canciones de aquel cd, además de los setenta y ocho sonetos que su vecino le compartió. Pensó en las penúltimas palabras del viejo. Quema el disco y trascribe el poema para la chica que me cortaba el cabello, le dijo. Y así trabaja toda la noche, mientras la casa de al lado arde calladamente.

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