15.7.13

Sanremo

La casa a la cual llegó en aquella callezuela de Sanremo era blanca y pequeña, de piso de tablero de ajedrez, con amplias repisas negras, suaves sillones en la sala, y con una cocina apretada mas con todo lo suficiente para cocinar lo que se quisiese. Tal casa reposaba en una pendiente, por lo cual la vista de la ventana en la pared izquierda de la única alcoba era inmejorable: mar hasta donde alcanzasen los ojos. Era el primer mes de la primavera, y a pesar de la reciente tormenta en el Golfo de Génova, el clima era increíble. Él llego con el ánimo por los cielos, como si atado a cientos de globos dispersándose por una ciudad en día de los Reyes Magos, porque lo impensable había ocurrido, y el prospecto de que todo mejoraría le hacía andar ligero. Sabía que ella estaba en la misma ciudad, respirando el mismo aire, sintiendo el calor del mismo sol, viendo tal vez el mar que él en ese momento veía. Sabía que su casa estaba en la misma calle, sobre la acera de enfrente cuatro cuadras más abajo, que podía despertarse al día siguiente después de ese cansado viaje en tren y tomar el desayuno y al terminar ir a buscarla. Sabía que nunca había estado tan cerca de volver a mirarla y si encontraba el valor suficiente decirle todo lo que había sentido todos estos años después de haberla conocido en Arenys de Mar al principio de la primavera cuatro años atrás. Sabía que la idea de buscarla era un riesgo pantagruélico ya que sabía nada de su presente. Pero como con cualquier gran idea, tal riesgo es implícito a tal idea, y él estaba dispuesto a no desechar tal oportunidad. Llegó a su casa, desempacó, hizo espacio para el equipaje desde Arenys, puso la cena para ese día sobre la mesa del comedor, y se tumbó a esperar la noche con los ojos cerrados y tarareando canciones al azar. Se levantó del camastro en la sala a las nueve de la noche con los brazos y piernas entumidos, cenó ligero, y se fue a la cama. Antes de dormir pensó en las suaves curvas del rostro de la mujer, en el limpio aroma de su piel, en la forma en que se alargaban sus labios cuando sonreía, en como fruncía el ceño y mostraba los dientes cuando reía, y en lo terso de su cabello aquellas veces que tuvo el placer de tocarlo cuando ella le pedía que checara si estaba seco ya. Lo pensó todo esto sin palabras, sólo recordaba en imágenes y sensaciones; pensó en como sentía que ella le hinchaba el corazón y que tenía que contener los suspiros porque ella le preguntaría por qué suspiraba y él no sabría qué responder, y pensó en cómo fue que alguien que se iría lejos después de un mes le atrapó tanto; pensó en lo fabuloso de todo esto a pesar de ser un grandísimo cliché. Durmió y soñó con la cabaña en Escocia en la que había estado el último año. A la mañana siguiente salió a caminar por la calle sin saber la hora, andando lento en sus alpargatas verde olivo, mirando las flores y plantas en los pequeños trozos de césped frente a las casas, mirando a la gente que venía en contraflujo e imaginando qué pensaban, si alguien de ellos entendería su nerviosismo ya que algo parecido les pasaba, si alguien se sentía tan estúpidamente enamorado como él, si el miedo de encontrarlo todo menos una ella que tal vez quisiese estar con él sería motivo de mofa. El viento y la mañana andaban con él como si con la misma premisa de saber a donde ir sin necesariamente querer llegar cuando el lugar ya está a la vuelta de la esquina y una extraña sensación de mariposas en el estómago aletea por todo el cuerpo. Vio la casa. Era exactamente como en aquella Polaroid que le mandó en cuanto ella regresó a su hogar después de las vacaciones con él en Cataluña: la casa verde aqua, con una pequeña cerca blanca en el frente, y con tres sillas de ratán que le trajeron de México. Sintió escalofríos por el cuerpo, quiso levantar cualquiera de sus pies para comenzar a cruzar la calle para acercarse a la casa, y a ella si es que ella estaba ahí, pero únicamente logró hinchar la nariz como si pudiese notar el aroma de la mujer en la casa, en el pasto, en la acera y en el pavimento que lo separaban de ella si es que ella estaba ahí. Diez minutos pasaron antes de que diera el primer paso, pero no a la casa verde aqua, sino al puerto donde buscaría qué comer. Pasó el resto de la mañana y toda la tarde caminando en círculos por la ciudad, perdido en sí mismo, contando sus pasos, contando los de ella, preguntándose si los pasos de ella llevaban compañía, y si los pies de los pasos que le hacían compañía a veces se tocaban descalzos con los pies de ella, y si las manos que acompañaban a esos pies también se tocarían con las manos de ella, y si pasaría los mismo con los rostros, con los labios, con los torsos desnudos, preguntándose también si valía la pena mortificarse así, si ella entendería todo esto, si ella lo querría un poco más por él sentirse así. Cuando decidió que había que regresar a casa, incurrió en hacer lo imposible por no subir por donde había bajado, porque estaba demasiado nostálgico por los cuervos que había dejado en la cabaña, por los libros que aún no le llegaban, por Arenys de Mar y por su abuela que aún vivía ahí. Sabía que si se la encontrase entrando o saliendo de la casa verde, o subiendo o bajando por la calle, echaría a llorar, y ese momento sería manchado por lágrimas, y ese momento en el que se encontrasen debía ser todo menos triste. Dio una vuelta gigantesca por el vecindario, abusando de su memoria prodigiosa que le había permitido aprenderse las calles de la ciudad en el camino allá. Llegó, vistió su pijama, y recargando los brazos en el marco, miró por la ventana lejos, entrecerrando los ojos un poco como si tratase de mirar allende el mar. Fue al principio inconsciente, mas el esfuerzo que hacía por ver cada vez más lejos le irritó los ojos y tuvo que frotárselos. Algo había allá en el horizonte, no, de hecho más allá, que lo impulsaba a entrecerrarlos e incluso mover la cabeza hacia adelante. Por muy descabellado que a él le pareciera, podría jurar que lograba ir profundo en la noche, por sobre el mar primero y por sobre la tierra después, cruzando desierto y jungla y mar después, para atravesar el frío de los hielos perpetuos del sur y sentir la luz del sol rebotando en ellos, y después cruzar un océano tan extenso como el alma de Dios, y sentir frío otra vez y cruzar más hielo y agua y tierra y sentir el cansancio de un viaje tan largo, y cuando parecía que no se llegaría a lugar alguno encontrar unos ojos color café claro, y al encontrarlos acariciarlos y contarles historias acerca de conejos rojos y campos interminables de rosales de tal color, y arroparlos si el frío los hacía tintinear, y dibujar constelaciones en ellos. Así estuvo un par de minutos cuando la visión fue demasiado y tuvo que parpadear y el momento se esfumó. Se fue a la cama en automático, sin querer pensar en nada más que en aquellos ojos. Era sábado la mañana siguiente cuando partió para el mismo restorán en el que había desayunado huevos y tocino la mañana anterior. Hojeaba con trabajo el libro de Russell que llevaba en la mano izquierda, leyendo frases aquí y allá tan al azar que el texto que había leído ya en varias ocasiones parecía ser nada que jamás hubiese entendido así. Se sentó exactamente en el mismo banco de la barra, ordenó el mismo desayuno, pidió un par de tazas extra de café negro, y como si quisiese que algo lo detuviera por otro rato, pidió postre y el periódico del día, en el cual grabó unas de las palabras que leyó del libro de Russell. Cuando el café estaba demasiado frío para ser bebible, y el hombre de la barra lo miró con desprecio por haber rayoneado uno de los periódicos del lugar, él se puso de pie e hizo por la puerta mirando sus tenis de lona verde, pensando en si algún día podría saber el por qué de las cosas. Alguien más abrió por él la puerta, y cuando alzó la vista vio aquellos ojos cafés de la noche anterior frente a sí. Sintió un impulso que le corrió de los pies a la nuca y de ahí a las rodillas y el estómago; pestañeó tan rápido como aletea un colibrí, separó los labios e intentó hablar aunque sólo exclamó un débil "ah". Ahí estaba ella, en un vestido tan blanco como la arena en la que se sentaron a comer helado de café, tan blanco como sus mejillas y su frente y sus manos y sus muslos. Ella se acercó, lo tomó de la mano, y le dijo al oído, Sabía te encontraría aquí, mientras lo conducía al interior del restorán.

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