17.4.14

En el cine

Toda historia necesita un héroe. El odioso cliché de tal aseveración no la hace menos cierta. El común lugar que ello implica no la hace menos trágica. Se podría pensar que no habrá mucho que mencionar acerca de algo de lo que se ha hablado hasta el cansancio, mas, ¿que no es del tipo de tema, y hasta cierto punto, de controversia de la que no se puede dejar de discutir? Verán, es demasiado fácil investirse en esto, decir que uno ha hecho algo que ha salvado a alguien de lo que sea se pueda salvar a alguien, e incluso bañarse de falta modestia diciendo que era lo correcto, que no ha sido nada, y que aquel a quien se ha rescatado haría lo mismo por nosotros. Por principio de cuentas, lo último mencionado es la más grande falacia respecto al tema; el miedo principalmente afecta las decisiones de tanta gente que muchas veces ni por ellos mismos harían lo que podrían hacer por alguien más. No busco hacer una crítica amargada, ni vociferar que si fuéramos más considerados el mundo sería un mejor lugar. Tal cobardía es naturaleza humana, y difícilmente se podría eliminar. Sin embargo, hay situaciones en las que todo esto se esfuma de manera extraordinaria, rompiendo patrones de todo tipo; situaciones anormales en las que uno no puede dejar de actuar como rara vez lo haría, estirando paciencia, valor y arrojo más allá de cualquier límite que se tenga. El concepto de límite, ya de por si vago, pierde valor total porque lo inusual de aquello que encierra la palabra heroísmo tumba ese mundo de lo establecido y lo cotidiano, y aquel que se avienta a esto puede llevar su situación a tal extremo que se arriesga a dejar de reconocerse en el espejo. No es baladí este punto ya que romper esquemas, alterar patrones y adaptar rutinas puede desfigurarle el rostro a quien sea de distintas maneras. Arrastrarse a lo heroico, ya sea en lo mundano o lo elevado, es indivisible de lo épico, y nada puede ser épico si no se rompe el status quo. Vean si no cualquier historia que hayan escuchado, Tristán e Isolda, la guerra del anillo, aquella mujer que fue capaz de levantar un auto con tal de salvar a su bebé, el gentil extraño que sacó a alguien de un incendio para después desaparecer; incluso el reacio Arthur Dent salvando al universo de los amos de Krikkit. Dejar de reconocerse en el espejo no es tan terrible respecto a sentirse otro como lo es acerca de qué tan otro se es. La conciencia de la identidad que nos es inherente a todos puede quebrarse de forma silenciosa, tan gradual como el andar de las nubes, así que a veces cuando se ve uno a sí mismo, la imagen frente a sí puede ser torcida, exageradamente o con mesura, pero torcida al fin y al cabo. ¿Qué tan yo he dejado de ser?, parece preguntarse cualquiera ante el reflejo después o, ¿por qué no?, durante el heroísmo. Todo mundo quiere ser un héroe, pocos pueden de verdad serlo. En este café en el que escribo, miro alrededor y lo veo: aquel en el fondo comiendo un emparedado, haciéndolo sin prisa, quien aparentemente se aburre y mira afuera, que después se contempla los zapatos sin gesto alguno y parece perderse en sus pensamientos. Él es el héroe del que hablo, algo solo y roto, deseoso de un abrazo mientras le dan las gracias, que a lo mucho se atreve a congratularse en la cama mientras el mundo duerme, contento por lo hecho, y un poco avergonzado por lo inusual de su actuar. Para muchos lo que ha hecho no es nada del otro mundo, mas para aquella persona a quien le ha tendido la mano este hombre es excepcional. Es lo que me gusta pensar ya que no hay nada peor que la ingratitud.

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