3.5.14

Matilo 5

La vida tal cual en un universo tan vasto como éste, está llena de eventos brumosos, imprevisibles, y uno a veces siente como el poco control que se tiene se esfuma en un tris. Matilo Asdrúbal se enteró de ello hace mucho tiempo. Hay mucho todavía por contar acerca de su vida: aquel viaje fuera de control por Europa, aquella visita al bar de siempre que terminó en balacera horrenda, el día que conoció al amor de su vida, la pequeña que adoptó después de encontrarla en la acera frente al edificio donde vivió por tanto tiempo... Mas hoy todo gira alrededor de la fecha en la que encontró la paz. Este hombre, a quien le pasó de todo en tan poco tiempo, tan poco comparado con la edad de las estrellas, estaba sentado en el pórtico de su casa a los ochenta y ocho años de edad, comiendo un pequeño vaso de helado de vainilla, cuando aparcó frente a él aquel endemoniado auto negro que llevaba tanto sin ver. Al principio pensó que era ese vecino que cada año se compraba un auto deportivo nuevo, y que ritualmente se pavoneaba frente al vecindario para ensanchar su ego mientras ruidosamente mostraba la potencia del motor, pero el cuervo pintado en el cofre le dejó saber que era alguien más. El conductor lo miraba fijamente detrás de un par de lentes de cristales ahumados. Cuando Matilo levantó la mano para saludarle, el hombre salió del coche y se dirigió a él. Sabes, fue muy difícil salir de casa esta mañana para hacer esta visita, le dijo el hombre mientras se sentaba en la banca de nogal en el pórtico. Tal vez tú has tomado con resignación este día, tú tan acostumbrado a verme llegar a tu casa para pedirte un favor y hacerme una tonelada de preguntas mientras te llevo a donde sea que te necesite. Creí que tu familiaridad con mi triste negocio haría de este viaje lo más fácil del mundo. Sin embargo, debo decirte que te he tomado este tipo de cariño que no sentía desde hace mucho. Camino acá venía pensando en cómo le tomabas la mano a tu primo a la vez que le decías a qué habías venido y que no tuviera miedo. Es sólo una persona y es sólo una vida, me dije. Ahora lo entiendo. Matilo lo tomó del hombro y sonrió. Muchas veces, dijo, pensé que vivir así, con tanta cosa tan inesperada, de forma tan atrabancada, era una maldición. Busqué respuesta en bastantes lados, queriendo saber qué había hecho para ser así. Algún día incluso se lo confesé al párroco del rumbo. Lo único lógico que alguien me pudo decir fue que no podría ser de otra manera. Uno no escoge su destino, sus seres queridos, sus accidentes, ni siquiera sus logros. Si hubiese podido escoger algo, habría sido el momento de irme y cómo hacerlo. Pero, ¿sabes?, esto no está nada mal. El hombre de las gafas ahumadas era el que sonreía ahora. ¿Duele?, preguntó Matilo. En lo más mínimo, contesto el otro. Pensé en buscar a alguien que pudiera abrazarte antes del fin, que te diera ese candor que le diste a tantos, y no se me ocurrió nadie porque decidí guardarlo para mí. Matilo y el hombre se abrazaron mientras éste le decía que le contara lo más hermoso que jamás había visto. Sus ojos, dijo el viejo, sus ojos tan vastos y hermosos como una galaxia entera.

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