7.10.14

El monte y el sol

Tsietzin Ha era un hombre alrededor de sus treinta, con cabello como la obsidiana, y con ojos inquisitivos y tristes. Cuando un lechero que se dirigía a casa se lo topó en el camino de tierra le preguntó, ¿A dónde vas saliendo del pueblo tan temprano que no ves que es día de descanso? Tsietzin le respondió, Soñé con una mujer ayer en la noche. Su cabello era oscuro y su piel tan blanca como la leche que llevas allí. Me susurró al oído que debía caminar hacia donde sale el sol para encontrarla, y que si persistía y llegaba ella me amaría por siempre. ¿Y qué te crees esos cuentos, eh, que te vas a buscar cosas así, eh?, le espetó el lechero. Me contó que ella me conoce desde que yo era pequeño, que me ha visto crecer, que me ha visto bañarme en su calor todos estos años. Quiere estar cerca de mí y por eso me ha pedido que la busque. El sol es ella, así que debo encontrarla, contestó Tsietzin y se puso en marcha, mientras el lechero se rascaba la cabeza. Anduvo todo el día, sentándose a veces a beber agua y a comer algo, buscando sombra a ratos. En cada ocasión que se cruzaba con un conocido, este le preguntaba a dónde se dirigía. Cuando les contaba la historia del sueño, la gente lo miraba con incredulidad y le preguntaban, ¿Cómo es que te crees eso, eh? Y Tsietzin respondía lo mismo cada vez, el sol es ella, y debo encontrarla. Y se ponía en marcha. El camino que debía tomar iba hacia el monte, aquel en el que se rumoraba se habían perdido ya tantas personas que se habían salido del sendero que rodeaba a tal lugar. Tsietzin dudó en acercarse. Tenía miedo de no poder salir, de encontrarse con alguna de aquellas criaturas que se decía vivían allí, prestas a robarle la vida a cualquiera. Cerró los ojos buscando valor, y allí recordó los suaves ojos cafés de aquella mujer. Era tarde, con la noche arrastrándose y trepando por los árboles y piedras a la entrada del bosquezuelo en las faldas del monte. Apretó los puños y dientes y siguió andando, presto a encontrar donde prender un pequeño fuego para pasar la noche. Después de un rato vio un par de objetos brillantes, nacaradas formas que le recordaron a las perlas que algún día su tío extrajo de una ostra que sacó del mar. Aunque, a diferencia de aquellas, éstas parecían flotar en el aire, un aire que alrededor de ellas parecía ser aún más negro. Tsietzin Ha, susurró una voz, ¿A dónde vas, Tsietzin Ha? ¿Qué no ves que es tarde? Los hombres como tú no deben de andar por estos lares, a no ser que quieran perder su nombre, sus memorias, su razón. Ve a casa, Tsietzin Ha. Ve y enciérrate y duerme solo. No hagas caso a promesas vanas de sueños que están en tu cabeza. ¿Cómo sabes que ella está allá en el monte, esperándote? El sol es ella, así que debo encontrarla, dijo Tsietzin. No me tomes por un idiota, hombre, dijo la voz de forma estrepitosa y terrible. Yo no soy un don nadie como todos aquellos que te encontraste en el camino y te cuestionaron, le dijo, susurrando una vez más. Tus razones soñadoras e insípidas no me sirven, pero allá tú. Te dejaré pasar, mas sólo para que te des cuenta de lo estúpido de tu caso. Te advierto, Tsietzin Ha, que si regresas por este lado, no llegarás a casa. El hombre se frotó los ojos y cuando los abrió las perlas ya no estaban. Tsietzin anduvo otro rato hasta que encontró un claro en el que hizo una pequeña fogata. Tendió sus mantas en el piso y echó a dormir. A la mañana siguiente, se levantó sin comer nada y comenzó a andar hacia el monte. Caminaba sobre pasto, pero éste le raspaba los pies descalzos. Sentía frío porque el sol se perdía en la copa de tanto árbol. Ya casi no tenía agua o comida, pero la cima del pequeño monte se sentía cada vez más cerca. Ella estará allá, con su luz y sus brazos abiertos, con aquellos ojos hermosos, esperándome, se decía Tsietzin. La cima estaba a unos pasos, él sonreía tremendamente, pero al llegar vio que no había nada más que arbustos y matas y la noche cayendo desde el otro lado del mundo. Tsietzin Ha no supo que decir, y sólo pudo echarse a llorar. Así pasó la noche, sollozando y pensando si podría volver a casa, si aquellas perlas flotando en la noche revelarían sus dientes y se lo comerían. Finalmente el hombre de los ojos inquisitivos y tristes se quedó dormido. Sintió frío por largo tiempo, hasta que el calor que le subía por las piernas lo asustó y lo despertó. Se levantó de un salto y al abrir los ojos la vio frente a sí, riendo maravillada por su reacción. Ella lo tomó de la mano y lo acercó a su cuerpo. Y mientras lo miraba con aquellos enormes ojos tan llenos de luz le decía, Eres mío, Tsietzin Ha, y ya nunca tendrás frío.

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