8.7.15

Es la tarde del 16 de julio del 2013. El Jardín del Arte luce como todos los años en esta época: hay partes encharcadas por las torrenciales lluvias, las grises nubes poco a poco arrinconan al azul del cielo, y la poca gente que lo atraviesa corre porque lo último que desean es mojarse tratando de cubrirse con árbol. Estoy sentando frente a las jaulas coloridas con sus aves imaginadas, con un café negro y una bola de helado de trufa de la Especial de París, una lata de Coca y el último libro de Vonnegut que he comprado. Claro, tengo a la mano el paraguas por si se ofrece una caminata tranquila bajo la abominable llovizna. Después de una hora de haberme observado por entre las jaulas, se me acerca aquel viejo con el que me había cruzado ya varias veces mientras él afanosamente buscaba algo de valor en uno de los cestos de basura. Lleva el traje gris de siempre, roído en las rodillas y con grasa por todos lados. El viejo se sienta en el extremo opuesto de la banca sin dejar de mirarme. Cuando fumaba, yo solía romper el momento incómodo ofreciéndole un cigarrillo a los indigentes, y ellos lo aceptaban de buena gana, incluso si no fumaban. Ya lo podré cambiar por algo, me decían. A veces me hacían la plática y me decían por qué habían terminado en la calle, quién era aquel último al que le habían roto el hocico, o me preguntaban qué era lo que leía y por qué era que yo lo leía. A veces sólo me sonreían y se iban a yo no sé dónde. Al no tener cigarrillos, lo único que se me ocurre es ofrecerle alguna de mis bebidas al viejo. Hace frío, así que dame el café, dice. Le estiro el vaso y el viejo se recorre un poco para tomarlo.Mientras le da pequeños sorbos me mira con los ojos entrecerrados, tal vez por el vapor, tal vez porque piensa algo. Después de unos minutos me pregunta cuántos años tengo. Acabo de cumplir treinta y cinco, le respondo. ¿Cuándo? La semana pasada. Pasan algunos minutos de incómodo silencio, y entonces comienza a hablar. Fue en 1906 en un parque ruso donde un mendigo se le acercó a Sergei Vasilievich Rachmaninoff para decirle que no llegaría a viejo. Ninguna de las poquísimas personas a las que les contó le creyeron, incluidas su esposa y su amigo Vladimir Horowitz. Le decían que había sido sólo un anciano loco que no tenía nada que hacer. De vez en cuando Sergei sacaba la historia a relucir, especialmente cuando se sentía enfermo. A pesar de llegar a casi a los setenta años, Sergei jamás olvido la historia. Cuando algún día su esposa le recordó que había vivido largo y que había vencido la estúpida premonición del anciano, Sergei contestó que aún así algún día moriría, y que habría que ser respetuosos con la muerte, que no fuera a ser que el viejo fuera su personificación. Cuatro días después Sergei Vasilievich Rachmaninoff moría de melanoma sin saber que lo padecía. ¿A qué viene esto?, le pregunto. A que dudo mucho que llegues a los treinta y siete siquiera, me responde. Se pone de pie, se sacude un poco el saco gris que siempre lleva, y se marcha. Es entonces que noto que lleva un par de zapatos de piel rojos. No recuerdo si los llevaba puestos en alguna otra ocasión. Lo dudo mucho ya que parecen ser completamente nuevos. En alguna ocasión una amiga de mi abuela me dijo que no había que confiar en la gente que llevaba los zapatos rojos. ¿Por qué?, le pregunté socarronamente. Porque es el color de la sangre, y son aves de mal agüero, me contestó. Me da escalofríos recordar lo que me contó el anciano en el parque hace ya casi dos años.

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