31.3.17

Hay un arte bello de la pasión;
pero un arte bello y pasional es contradicción,
pues el efecto constante de lo bello
consiste en librarnos de las pasiones.
Friedrich Schiller


No recuerdo muy bien cuándo fue que pasó. Habrá sido en 1973. Tal vez en el verano de 1967. Podría haber sido sólo un sueño. Aun así, recuerdo a la perfección la pintura de la que hablo: una mujer con un vestido blanco con adornos circulares rojos, sosteniendo alcatraces en la mano derecha, y un corazón ensangrentado en la izquierda; mujer de ojos negros, feroces y gentiles a la vez, mirando a aquel que osó retratarla; mujer de rasgos memorablemente agudos y de piel de chocolate. Tal pintura se me metió hasta los sueños, porque no había momento en que cerrara los ojos y ella no apareciese. A veces parecía que yo era quien le pintaba, otras me parecía verle a la distancia en un parque, algunas ella era quien me miraba mientras bebía un Fernet en un café argentino. El problema con todo esto es que no sólo afectaba mi vista, sino incluso mi olfato y mi tacto. Juro que aquella tarde del 25 de marzo mientras andaba en el mercado pude sentir la sangre tal cual como en la pintura en la piel de un melón. Mi rostro estaba congelado por el terror de tan extraño evento mientras el dependiente del puesto me preguntaba ya casi a gritos por qué lloraba y hacía un gesto como a punto de gritar. Después, al final del mercado, mientras buscaba flores en las cubetas pude haber jurado había alcatraces. Moví y saqué todo, rompí varios ramos que tuve que pagar, pero nada. Así corrieron los días, conmigo desesperado porque no había razón en todo lo que sucedía. Hasta que encontré un vetusto libro con algunos escritos de Schiller. Era pasión lo que me invadía. Cómo era posible, no lo sé. Después de leer el libro, todo se exacerbó. La veía en el reflejo de los aparadores de las tiendas y del agua de las fuentes. Escuchaba una voz que yo sabía era suya, cantando “Bonita” o “Je nen regrette rien” o qué sé yo. Escuchaba sus carcajadas en las cantinas del rumbo, veía el vuelo de su vestido entre los paseantes de la Alameda. Seguía su rastro de sangre en las escaleras de mi edificio, y sentía su aliento en la nuca cada sábado en la madrugada. Lloré cada vez que tomé un cigarrillo o intenté leer el diario en la calle. Sollozaba sin sentido porque de entre todos mis amigos que solían ir conmigo a los museos nadie recordaba la pintura. Marcos pensaba que posiblemente no haya visto bien yo el Rembrandt que tanta risa le había causado a él, mientras Eleuterio pensaba que el Sorolla que él tanto amaba me daba terror por aquel lío de faldas después de cual dije jamás aceptaría que teníamos el mismo gusto en mujeres. Mientras que Maxwell me decía sería ese Caroto tan escalofriante al fondo de la galería, pero que tal vez no porque en la pintura había una niña y no una mujer. Yo no sé qué pensar, yo no sabía qué pensar. Pero llegó ella, la mujer de los ojos de ámbar, andando sobre las puntas de sus zapatos rosados, danzando lentamente mientras me miraba y reía. Me tomaba de las manos  y susurraba, Vous et moi et le soleil et les étoiles. Y  a la vez que yo sentía un beso en la frente, despertaba para escucharla decir, Llevo tres semanas soñándote. ¿Dónde te habías metido?

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